Y a la par existen pastillitas de colores diversos, específicas para soldados, que nos preparan para otras guerras. Nuestras guerras. Para la guerra. Así, horas antes de una avanzadilla, o de una incursión en terreno enemigo nos vemos inflados de diversas drogas de un modo más o menos descarado. Drogas que convierten necesidades básicas del organismo no solo en imprescindibles sino en enemigos prioritarios.
Así, cualquier guerra es imposible simplificarla en buenos y malos, ellos y nosotros. Libramos enfrentamientos contra la opinión pública, la sociedad, civiles y militares, contra nuestro pueblo, contra nuestro Dios, contra nuestros compañeros, contra nuestros superiores, contra nosotros mismos, contra nuestra propia naturaleza. Y todos esos medicamentos nos a ayudan a vencer a enemigos peligrosos como el hambre, el sueño, la falta de atención y la distracción, el miedo, las pesadillas, el cansancio, la rebeldía, la insubordinación. Nos convertimos entonces en máquinas locas de matar embriagadas de una euforia desmedida.
Al principio nos negamos a ello, pero esa es otra de tantas batallas perdidas. Demasiados intereses. Empresas farmacéuticas y países enteros llegan a experimentar con nosotros obviando nuestros derechos y todo efecto secundario. Y es que es un alto precio por aliarnos con el ejercito de Satán. Mientras unos hacen dinero otros juegan a matar. Es solo un flashback, uno de tantos, contra los que juegan a ser Dios...
Y ahora, ¿toda esta palabrería banal es capaz de explicar lo que ocurrió el pasado día? ¿Todas esas pastillas, líquidos, jarabes, inyecciones y condimentos secretos que mezclan con la comida son capaces de decirme por qué abrí fuego contra unos cuantos hombres desarmados? ¿Por qué no pude detenerme ni tan siquiera cuando el general me dio una orden directa que si que oí, lo reconozco, pero que nunca llegué a escuchar? Me duele el futuro, la mano y el alma de tanto pensar.
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